sábado, 1 de marzo de 2014

Pero, ¿qué fue de la acera de los ricos?

El sugestivo fenómeno de los emigrantes indianos, dejó en Pradoluengo magníficos ejemplos de arquitectura decimonónica y el espíritu evanescente de una época dorada


Pradoluengo, la Villa Textil, siempre sufrió una crisis económica crónica. En el siglo XVIII, los paños bastos dieron paso a las bayetas y, en el XIX, el profundo bajón en las ventas dio paso a la elaboración de fajas, boinas y calcetines.

Fruto de la crisis decimonónica, fue la sangría emigratoria que afectó a la localidad. Cientos de jóvenes, casi todos varones, marcharon a partir de 1850 a buscar mejores condiciones de vida, tanto a zonas de incipiente industrialización como Vizcaya y, en mayor medida, a Méjico y Argentina, soñando con un nuevo El Dorado que les rescatase de la miseria. No obstante, no todos los que quisieron “hacer las Américas”, volvieron cubiertos de dinero y gloria. La mayoría de seres anónimos que cruzaron el charco, acuciados por la mala situación de su patria chica, no volvieron nunca, y sus nombres quedaron en el olvido de una memoria poco benevolente con los desafortunados. 



Quienes retornaron, lo hicieron, entre otras cosas, para que sus paisanos reconociesen su éxito, escalando hasta lo más alto del ránking social, compitiendo en lujo y buena vida, realizando obras de caridad que diesen lustre a unos apellidos hasta entonces vulgares. Muchos de ellos, se dedicaron con fruición a la construcción de  verdaderos palacetes en los terruños que les vieran nacer, donaron edificios singulares, que dotasen de servicios públicos a una población sumida en estrecheces y emparentaron con las familias más ricas del lugar. Es lo que hizo Bruno Zaldo, el paradigma de los indianos pradoluenguinos. En 1869, cuando contaba con 32 años, casó con Vitoria Arana, hija de un acaudalado comerciante local, aportando al matrimonio la fabulosa cantidad de 1.432.420 reales, dejando boquiabiertos a sus suegros, a su antiguo jefe y a todo el pueblo. Escuelas graduadas, mercado cubierto, hospital, bomba contra incendios, biblioteca, mejoras urbanísticas, etcétera, fueron algunos ejemplos de las mejoras que estas fortunas fueron sembrando en el solar de sus mayores.



Para llegar a esta acumulación de riqueza, Bruno fundó en el puerto mejicano de Veracruz, una casa comercial de espectacular rendimiento económico, a cuya vera fue llamando a sus hermanos, y por la que pasarían decenas de jóvenes pradoluenguinos. El enorme patrimonio de esta saga familiar, se tradujo, entre otras, en la fundación del Banco Hispano Americano, la Sociedad Alcoholera Española, la Cerámica Madrileña, o en la promoción de obras como la Cárcel Modelo de Madrid. La panoplia de negocios de todo tipo, tanto en España como en América, hicieron que Bruno llegase a las más altas cotas políticas como senador, o que su familia, y las de otros indianos de Pradoluengo, se codeasen con las más altas esferas madrileñas del momento.

Desde finales del siglo XIX, estos clanes de indianos, promovieron la erección a lo largo de una avenida, de hermosas viviendas y casas de recreo, que formaban un fuerte contraste con el resto de edificios del viejo núcleo textil. La retranca local, ha  denominado siempre a esta calle como la “Acera de los Ricos”, a pesar de que sus nombres oficiales fuesen calle del Arzobispo de Manila o avenida de Dionisio Román Zaldo, otros ilustres indianos, quienes junto al donante de las escuelas, Adolfo Espinosa, despuntaron en su propio grupo burgués. De las antiguas viviendas tradicionales de la Villa, las fuentes documentales señalaban que tenían, “defectos capitales que las hacen inhabitables, carecen de luz y en ellas vive demasiada gente”, así como el “insoportable olor para el olfato no acostumbrado, sobre todo al penetrar en tales viviendas en días correspondientes a los que sus moradores llaman remover la basura”. Sin embargo, de las casas “indianas”, esta misma fuente decía lo siguiente: “reúnen cuantas condiciones son apetecibles para hacer agradable la vida, están libres por los cuatro vientos, las hay rodeadas de jardín, las cocinas dobles, amplias, de buena luz y revestidas sus paredes con ladrillo azulejo”.



 









Más de un siglo ha pasado desde la construcción de estas obras singulares, anotadas en las normas subsidiarias como bienes inmuebles a proteger. Durante el verano, algunas de ellas vuelven a ser ocupadas por los los sucesores de aquellas sagas familiares, que deslumbraron por su opulencia a propios y extraños. En otros casos, su enorme extensión, ha posibilitado la división interna en varias viviendas, que superan holgadamente en cada caso el centenar de metros. Todas mantienen cuidados jardines y zonas de esparcimiento. Afortunadamente, en las últimas décadas, lenta pero inexorablemente, la bipolarización que sustentaba la estructura social pradoluenguina, y que se mostraba en este paisaje urbano, en distintas formas de vestir, de comer y de vivir, se ha perdido. Hoy en día, la Acera de los Ricos, no es más que un reflejo de su propio pasado, aunque, al atardecer, entre sus losas, aún parecen resonar los pasos perdidos de señoritas y criadas de la “belle èpoque”.

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